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domingo, 2 de septiembre de 2012

Famosos en la playa


Se me está quemando la espalda, noto cómo el sol me va chamuscando la piel, pero no me apetece darme la vuelta, no sé si tendría las fuerzas suficientes para ese esfuerzo sobrehumano. Estoy tumbado boca abajo y tengo la cabeza girada hacia el lado izquierdo, la mejilla derecha sobre la toalla, una toalla demasiado pequeña para ser de playa, lo que hace que los pies queden fuera de ella y los dedos se claven en la arena (los dedos de los pies). Frente a mí descubro a Elena Pintski, la saltadora de altura. Hace apenas dos días la vi por televisión en los Juegos Olímpicos de Londres. Es muy alta y el locutor dijo que había sido madre. Luego, después del parto, había estado entrenando para las que con toda seguridad serían sus últimas olimpiadas. Debe estar de vacaciones, nada como la playa y el mar para relajarse después de un momento de estrés como el que acaba de vivir. Lleva unas gafas de sol que le cubren media cara. No debe querer que la reconozcan. Es un asco que la gente te vaya pidiendo autógrafos cuando tú intentas alejarte de tu trabajo. Lo digo porque lo imagino, claro, porque yo no soy famoso, en realidad hay muy poca gente que me conoce cuando me quito la bata blanca con la que trabajo en la farmacia. Cuando voy por la calle con la bata, a comprar algo de fruta, por ejemplo, o a tomar un café entre receta y receta, todos me saludan; pero en cuanto me quito la bata ni me ven, o si me ven no saben dónde colocarme, sin bata estoy desubicado, les sueno de algo pero no saben dónde me han visto. Una vez pasé tres días pensando dónde había visto la cara de una chica que me saludó a la salida de una heladería. Luego se me olvidó que no conseguí recordarla. Puede que a Elena Pintski le pase lo mismo. Quiero decir, puede que haya gente que la vea y, como hace muy poco que se acabaron las olimpiadas, la reconozcan pero no sepan donde encajarla. Yo sin embargo la he reconocido nada más verla, sentada en una silla baja y con los ojos cerrados detrás de esas gafas de sol enormes. El primer intento sobre uno ochenta fue un salto fácil. Un salto para ir calentando los músculos, para repasar la técnica del salto. Se concentró unos segundos, se acercó en una carrera un tanto parabólica y cuando le quedaban pocos metros para alcanzar el listón, fue inclinando el cuerpo de una manera extraña, artificial me pareció a mí. Pero al llegar al borde de la colchoneta se hizo el milagro, se elevó como un pájaro, o un ángel, y su culo pasó un palmo por encima del listón, por lo menos un palmo, si no más. Uno ochenta debe ser una altura fácil para Elena Pintski. Y sin embargo son siete centímetros más de lo que yo mido. Saltar hasta elevar mi culo por encima de mi cabeza me parece algo imposible, un hecho casi heroico, únicamente al alcance de superhombres, como levantarme de la toalla en este momento, pero ella lo consiguió. Y sin embargo ahí está, medio adormilada en su silla baja como si cualquier cosa, intentado pasar desapercibida.
Algo más allá, en la orilla, con los pies dentro del agua, en realidad el agua le llega a las rodillas, está Tim Hauser, miembro de los Manhattan Transfer. Ese que es medio calvo pero lleva una coleta larguísima. Está más gordo ahora, y eso que la tele dicen que engorda. Lo cierto es que hace mucho tiempo que no lo veía, puede haber engordado en todo ese tiempo. Lo conocí cuando cantaba aquello de “Cuéntame qué te pasó…” y luego dejé de encontrármelo en la tele. He oído hablar de él en festivales de jazz, se ve que los Manhattan eran un grupo con mucho prestigio dentro del jazz, que es como la élite de la música, la crème de la crème dentro de ese reducto cultural que es el jazz. Y van los Manhattan y entran en la fama con una canción que dice: que estaba, allá en la playa, recogiendo, la aguakita, y vino una avispa y me picó, ¡ay! ¡ay!. La vida es una paradoja (en lenguaje vulgar: «puta mierda»); para una canción tonta que cantan va el gran público y se vuelca en ellos. Seguro que los puristas del jazz les dieron la espalda. A los puristas no les gusta la gente. Cuando hay mucha gente siguiendo a alguien, abandonan a ese alguien. Los puristas son así, les gustan los ambientes solitarios. ¿Qué coño será una aguakita? El Ramalá era mejor, por lo menos la letra no decía tonterías del tipo Pero el gachó tiene la “go” pao, pao. Tim Hauser no se protege con gafas de sol. Como ha engordado tanto la gente ya no lo reconoce, además, hace mucho que no sale en la tele. Igual los puristas le vuelven a abrir las puertas. Elena Pintski, sin embargo, hace cuatro días que estaba en el tartán, concentrándose en ese listón que marca la barrera entre el triunfo y el fracaso, el recuerdo y el olvido, imaginándose ingrávida antes de iniciar la carrera delante de millones de espectadores (contando los de la tele, claro). Ganar una medalla y retirarse. El final perfecto de su carrera. Animaba a la gente para que hicieran palmas cuando iba a saltar, hacía palmas mirando a las gradas del estadio y la gente la seguía, como si todas las palmas juntas pudieran confeccionarle unas alas. Es raro que no esté su hijo por aquí, ni el marido. Quizás los dos se han quedado en el apartamento, no es bueno que un niño se exponga al sol a estas horas, porque después de las olimpiadas, de tanto tiempo separada de la familia, ella estaría loca por estar con ellos, y sin embargo no están. Lo dicen los médicos: el sol es muy malo para los niños. La piel tiene memoria. Se acuerda de cosas que uno ha ido olvidando, como el olor del a aceite de coco mezclado con el olor a mar de cuando niño, y el del vinagre que tu madre te ponía empapando en un paño (recortes de sábanas viejas) para apagar el ardor de la espalda quemada, como ahora debe estar la mía. Se queda todo grabado en la piel, sobre todo  los olores, pero también los castillos de arena, que en la memoria son perfectos, con torreones y almenas muy bien perfiladas, y con puertas levadizas que dejan el castillo bien protegido, rodeado de un foso de agua inexpugnable (¿inexpugnable? Sí, inexpugnable), es lo que tiene la memoria, una malla ancha para lo malo y otra muy estrecha para lo bueno, y si no hay nada bueno pues lo inventa, lo acomoda para complacernos, a la memoria le gusta llevarse bien con nosotros, dejarnos una buena imagen de lo que fuimos, aunque sea mentira, luego todo eso la piel lo transforma en una mancha, lo anota todo dentro de manchas dormidas, cada día una, y las deja ahí, como minas en un campo olvidado. Por eso Elena Pintski no ha traído a su hijo. Pero ella no ha aguantado y se ha venido a despanzurrarse bajo el sol. Lo pasó muy mal en las olimpiadas. Cuando según el locutor, tenía una medalla en el bolsillo, su culo se llevó el listón. Al tercer intento se acercó corriendo con una curvatura artificial, como siempre, y esta vez no se produjo el milagro. Y eso que la gente había estado aplaudiendo desde las gradas, con ganas. Pero las alas no brotaron. Se escuchó un ¡Ooooh! de desilusión. Ahora más que nunca necesita estar sola, necesita que el sol le deje en la piel un mensaje privado. Algo así como “Saltaste Elena”, y cuando pasen muchos años y no se acuerde ni de quién es, la piel le recordará aquel salto en el que, esta vez sí, su culo volará sobre los dos metros cinco. ¿Qué le dirá la piel a Tim Hauser dentro de treinta años? ¿“ioa …ioae …ioa …ioae”? Empiezo a oler a carne a la parrilla, debería darme la vuelta, la espalda se me quema y ya no tengo quién me ponga paños de vinagre. Debe ser cosa del verano, el calor del verano es terrible, deshace la realidad, ablanda los cuerpos y las cosas y graba mensajes crípticos en la piel, mensajes con canciones absurdas y atletas derrotadas a la orilla del mar oliendo a vinagre y aceite de coco.